De pronto una potente luz los iluminó. Un potente foco que lanzaba destellos sobre ellos.
-Yarea.
Era la voz de Pablo.
-No te preocupes. Todo ha terminado.
En un segundo habían cogido a Belial. Tumbándolo en el suelo y ella estaba entre los brazos de Pablo que la acariciaba con cariño el pelo.
-¿Estás sangrando?
-Estoy bien. -Murmuro ella.
Belial estaba quieto en el suelo. Sin levantar la cabeza. Dos guardianas le sujetaban con fuerza.
-Él me ha salvado. –Continuó Yarea. –No es un peligro.
La miraron sin comprender.
-Podéis soltarle. –Gritó.
Aflojaron un poco y Belial los empujó y se levantó con un movimiento ágil y natural. Recordándole a un felino.
-Ni se te ocurra moverte.
Uno de ellos le clavó una estaca en la mano cuando el vampiro trató de acercarse a Yarea.
Yarea vio la sangre en la mano del joven al mismo tiempo que un dolor terrible le desgarró la suya. La levantó y miró como embobada la profunda herida que había aparecido en su mano.
Pablo también la vio.
-¿Qué ha pasado?
Ella lo miró sin comprender.
Belial se había arrancado la estaca y observaba sorprendido la herida de la chica.
-¿Qué has hecho? –Preguntó Pablo sin dejar de mirar la mano ensangrentada.
Uno de los guardianes fue a golpear a Belial pero Pablo levantó la mano para detenerle.
-¿Habéis intercambiado vuestras sangres?
Yarea clavó los ojos en Belial.
-¿Lo habéis hecho?- Repitió Pablo enfurecido.
Yarea asintió.
-No pensé…
-Ese es el problema –le interrumpió Pablo –que no piensas.
-Creí que sólo podían unirse los guardianes.
-Al parecer no. –Musitó Pablo.
Se volvió hacia Belial que no había dejado de mirar a Yarea.
-Vendrás con nosotros, el profesor sabrá que hacer.
-Tal vez en otra ocasión.
Antes de terminar la frase ya había desaparecido en la oscuridad. El foco dio un rápido giro pero sólo encontró una calle desierta y sombras perdidas que arañaban la noche.
Su padre la miraba. Quieto en mitad del salón. Quizás la expresión aparentemente serena fue lo que más la asustó.
-Nuestra prioridad ahora –dijo –es encontrar al vampiro y procurar mantenerlo a salvo.
Pablo lanzó algo parecido a un gruñido y miró a Yarea con expresión enfurecida.
-Supongo –dijo desviando la mirada hacia su profesor –que esto ya habrá ocurrido alguna otra vez.
-No que yo sepa.
Pablo bufó de nuevo. Seguramente preguntándose cómo era posible que no hubiera habido otra persona tan inconsciente como la que tenía delante.
-¿Habrá una forma de romperlo? –Fue más una esperanza que una pregunta y el profesor no estaba seguro de que requiriera una respuesta.
Yarea se sentía muy cansada. Las palabras flotaban a su alrededor casi sin sentido y las sentía lejanas y poco importantes. Los párpados le pesaban y casi no podía mantenerlos abiertos.
-¿Cuánto hace que no duermes?
Abrió los ojos y miró a su padre.
-Desde el avión.
Suspiró.
-Deberías descansar
Se levantó y avanzó como un autómata hacia su habitación.
La encontró triste y vacía. Sin nada que la identificara como suya. Se sentó en la cama y empezó a quitarse la ropa despacio.
Las paredes blancas reflejaban la luz del sol que se escondía entre las mantas pálidas y descoloridas. No había fotos ni recuerdos. Sonrió al pensar en sus peluches esparcidos por su habitación de New York y del corcho llenó de fotos de sus amigos.
Todo eso le parecía tan lejano como si perteneciera a la vida de otra persona. Se tumbó y se tapó hasta la barbilla. Sintió una lágrima cálida y solitaria resbalar por la mejilla. Dejó que empapara la sábana y se quedó dormida.