Entraron en un coche que arrancó y se incorporó al tráfico sin esperar a los demás. Miró a Pablo sin saber que decir. Supuso que estaba en estado de shock, le temblaban las rodillas y sentía nauseas. La sensación de que el aire se evaporaba en su garganta y se asfixiaba. Cerró los ojos y escuchó la voz de Pablo como si viniera desde muy lejos.
-¿Estás bien?
Yarea abrió los ojos y lo miró.
-No, no estoy bien.
Sin darse cuenta elevó la voz.
-Me han atacado, he visto como dejabais inconsciente a un joven, habéis formado una pelea de película en un aeropuerto y…
Pablo parecía sorprendido. Abrió la boca pero no dijo nada. Se quedó quieto mirándola fijamente.
Así que continuó.
-Y me has hecho callar.
Pablo era incapaz de cerrar la boca pero algo similar a una sonrisa dulcificó su rostro.
-Era por tu seguridad. –Murmuró.
Y sin querer sonrió también.
Y de pronto los dos reían, presas de los nervios y la tensión. Yarea sintió lágrimas alegres y espontaneas mojar sus mejillas y el conductor se giró un segundo mirándolos como si creyera que se habían vuelto locos.
-¿A dónde vamos? –Preguntó.
-A Cartagena, allí es donde vive tu padre.
-¿Y tú?
-Por ahora todos vivimos allí.
-¿Todos?
Pablo resopló y entornó los ojos.
-Tenemos mucho que contarte.
-Empieza por el principio.
-No sé si hay un principio. –Masculló sin mirarla.
Yarea se recostó en el asiento y abrió los ojos expectante. Levantó la mano e, inclinando un poco la cabeza, le indicó que empezara.
-Está bien. –Suspiró y cerró un segundo los ojos pensando cual sería la mejor forma de explicar a esa jovencita lo que él había necesitado años para comprender. –Hay cosas.
La miró. Sus preciosos ojos castaños seguían fijos en él. Oscuros y cautivadores parecían brillar con diminutas luces un tono más pálido que el resto. Los rayos del sol vagaban perezosos en su iris y los hacían relucir.
-Personas –continuó –que conviven con nosotros pero no son como nosotros.
-¿Qué quieres decir?
No había una forma delicada de decirlo.
-Vampiros. –Respondió apartando un poco la mirada como si tuviera miedo de su reacción.
Yarea no reacciono. Se quedó muy quieta. Hasta el aire dejó de entrar y salir de sus pulmones y el color de sus mejillas desapareció dejándola pálida y aturdida. Como si hubiera entrado en trance.
-Cierra la boca y respira. –Murmuró Pablo.
Yarea tomó una bocanada de aire y negó con la cabeza.
-Eso es una locura. Los vampiros no existen.
-Las personas que nos atacaron en el aeropuerto.
Yarea le cortó elevando la voz.
-Vale, basta ya. Si no quieres contarme lo que pasa no lo hagas pero esto no tiene gracia.
El conductor desvió un momento la mirada y Yarea vio sus ojos en el espejo retrovisor. Parecía preocupado.
-Es la verdad. –Dijo Pablo tranquilo. –Puede parecer una película de miedo pero pronto descubrirás que son reales.
-¿El joven de la entrada? ¿Al que habéis clavado una aguja?
Pablo asintió.
-Era uno de ellos.
-¿Entiendes lo absurdo que suena eso?
El conductor había vuelto a ignorarlos, aun así Yarea volvió la vista hacia el espejo para asegurarse de que no estaba prestándoles atención. Bajó la voz.
-He viajado a su lado desde New York, es un chico completamente normal, hasta simpático.
Pablo se encogió de hombros.
-Supongo que pueden parecer agradables si les interesa.
-Y estaba a la luz del sol.
Esta era una realidad incuestionable.
-Tienen anillos, hechizos que les protegen.
-Por el amor de Dios.
Había vuelto a elevar la voz.
-Pero son peligrosos. –Continuó muy serio.
-Estás peor de lo que pensaba. ¿Mi padre está al tanto de tus locuras?
Esbozó una sonrisa y clavó la vista en el cristal dando por terminada la conversación.
Yarea gruñó algo sobre el sitio dónde se había metido y lo que echaba de menos su casa y se apretó contra su puerta con unas ganas inmensas de llorar.
El trayecto duró algo más de una hora. Un paisaje seco y amarillento se cernía sobre ellos. Yarea recordaba con nostalgia el verde oscuro y salvaje de casa. El frío seco y cargado de blancas promesas que precedía a la lluvia y los árboles inacabables que acompañaban a la carretera.
En todo ese camino no recordaba haber visto ni un árbol. Tan sólo alguna palmera prisionera en un jardín y para ella las palmeras no eran árboles de verdad.
La sensación de sentirse perdida parecía crecer y crecer dentro de ella. Tuvo que secarse una lágrima cálida y asustada que escapó de sus ojos. Observó un segundo a Pablo. Seguía absorto en el cristal y no parecía haberla visto.
Mejor. Odiaba que la vieran llorar.
Por fin el coche se detuvo.
Y entonces Yarea vio el mar.
Frente a ella, rodeado por casas casi por todos lados, había una enorme extensión de agua. Demasiado grande para ser un lago pero atrapada entre dos costas, resultaba espectacular.
Salió del coche y avanzó despacio hasta la playa.
La arena era clara y fina y brillaba con la luz del sol como si estuviera sembrada de brillantes. Unas olas delicadas, coronadas de espuma, se acercaban tímidas hasta ella y, como si quisieran besarla, la rozaban apenas para deslizarse otra vez hacia el agua.
El canto del mar era suave y parecía mecer el aire como si acunara a un bebe. Ella había visto playas con el agua rugiendo y el sonido ensordecedor de las olas golpeando la costa. Pero esta parecía susurrar su nombre y pedirle que se sentara a su lado a descansar.
-Es precioso. –Murmuró.
Y Pablo dirigió la vista al mar y sonrió como si lo descubriera de nuevo.
-No está mal.
Yarea se volvió y contempló la que ahora sería su casa. Debía reconocer que no estaba nada mal.
Era una enorme casa de piedra con la arena llamando a la puerta.
Rodeada de un muro demasiado alto se ocultaba de la playa sin conseguirlo del todo. La piedra, oscura y gruesa, la hacía desentonar un poco del resto de las construcciones, más cálidas y blancas, que parecían celebrar su privilegiado emplazamiento.
La puerta principal se abrió y un hombre con paso lento avanzó unos metros, saludó a Pablo y giró la cabeza, buscándola.
Yarea avanzó los pasos que le s separaban sabiendo quien era pero sin saber muy bien como saludarle.
-Hola. –Dijo por fin.
El hombre sonrió y tomó su mano con cuidado. Suspiró y la atrajo hacia él para abrazarla.
Yarea dejó que lo hiciera y, a pesar de qué era un total desconocido, la invadió una sensación agradable de calma y seguridad.
-Entremos a casa.
La casa estaba decorada con muebles antiguos. En la entrada había un enorme armario de madera y una cómoda oscura que parecía encajar mejor en un castillo.
La puerta del salón estaba abierta. Olía a café y madera. A Yarea le gustó.
Un anciano estaba recostado en un sofá cerca de la ventana. Hizo ademán de levantarse pero se rindió cuando un acceso de tos le obligó a dejarse caer sobre los almohadones.
-No deberías hacer esfuerzos. –Le reprendió mi padre.
Entonces se dio cuenta de que la voz de su padre también sonaba débil y parecía costarle respirar. Caminó despacio hasta el anciano y la miró con una sonrisa orgullosa.
–Ya ha llegado.
Ella le siguió.
-Me alegro tanto de haberte conocido.-Dijo el anciano.
Por la forma en que lo dijo pensó que temía no haber podido hacerlo. Su estado debía de ser realmente grave.
-Te dije que aguantaríamos. –Dijo su padre sentándose en una silla a su lado.
Pablo estaba en la puerta. En un respetuoso silencio. Con la espalda recta y los hombros muy derechos como si quisiera dar buena impresión.
Su padre se volvió hacia él.
-¿Algún contratiempo?
-Nos estaba esperando un grupo. Les reducimos sin problemas. –Respondió con la cabeza alta. –Hemos cogido a uno.
El anciano miró a su padre con gesto preocupado.
-¿Crees que la están buscando ya?
Pablo dio un paso al frente.
-Ese vampiro nos dirá todo lo que queremos saber.
Yarea había vuelto a palidecer y su padre pareció darse cuenta.
-Tenemos que hablar.- Le dijo.
-¿Vas a decir algo sobre vampiros?
-Sé que suena extraño.
-¿Extraño? –Yarea se alejó de ellos y retrocedió hacia la puerta. – ¿Esa es la palabra que quieres utilizar?
-Viven entre nosotros y solo unos pocos lo saben. Mi misión es mantenerlos a raya, asegurarme de que no sobrepasan los límites y…
Pablo la cogió de la mano.
-Vamos a dar una vuelta. –Miró al hombre que asintió. –Se lo mostraré.