Tercera parte de Guardianes

Pablo se montó en una moto negra y plateada que esperaba en la puerta, le lanzó un casco y él se puso el suyo.

-Sube.

Dudó un instante pero dudaba de que hubiera otra salida. Se subió a la moto y se sujetó con fuerza a la cintura del chico.

-Deberías dejarme respirar. –Rio él y ella soltó un poquito su abrazo.

Condujo por una autovía medio vacía. Yarea fue con los ojos cerrados todo el camino así que no pudo disfrutar demasiado del paisaje. Cuando la moto paró y el ruido del motor dejó de martillearle en los oídos levantó la cabeza y soltó el cuerpo del muchacho que bajo con rapidez y le tendió la mano para ayudarla.

Estaban delante de las ruinas de lo que debió de ser una iglesia.

-Es el monasterio de San Ginés de la Jara. –Caminaron hacia la entrada. –Por alguna razón a ellos les gusta.

-¿A los vampiros?

Asintió.

-Pero son un grupo pacífico.

-¿Voy a conocer a unos vampiros?

No contestó.

Entraron entre unas piedras y los restos de la madera de lo que algún día debió de ser una puerta. Dentro las sombras se desperdigaban entre restos de muros y muebles destrozados. El tejado también se había hundido en varios sitios y el sol se colaba a raudales por ellos dibujando círculos luminosos como focos que buscan a su artista.

No había nadie.

Miró a Pablo con curiosidad.

Él no le prestó atención. Avanzó hasta una puerta que parecía intacta y la empujó. La puerta crujió ligeramente y dejó abierto un hueco frío y negro que parecía perderse en las profundidades de la tierra.

-¿No querrás bajar allí?

Distinguió unas escaleras de caracol.

-Pues sí. –Extendió la mano como un bailarín. –Las señoritas primero.

Bajaron despacio.  Él había hecho ese viaje al centro de la tierra más veces y de vez en cuando bufaba y murmuraba algo sobre las mujeres y los caracoles.

Yarea temía resbalar y precipitarse hacia ese abismó sola. De modo que ponía dos o tres veces el pie en cada escalón para asegurarse de que estaba ahí.

De pronto distinguió luces abajo. Como pequeñas luciérnagas que revoloteaban de un lado a otro.

Cuando la escalera terminó Yarea dejó escapar un gritito.

Estaban en una sala muy grande inundada de velas. Las paredes brillaban como si hubieran prendido estrellas en ellas. Había pocos muebles. Un sillón que, rodeado de velas, parecía rojo. Una mesa enorme con tan sólo cuatro sillas que eran en realidad como tronos y en una de las paredes unas estanterías que se alzaba hasta el techo repletas de libros.

Había creído que estaba sola hasta que sintió la presencia de alguien detrás de ella. Como una sombra aproximándose. Yarea se volvió y una mujer se materializó casi a su lado y la sonrió.

Vestía de negro, un traje antiguo con un corsé prieto y puntillas en el cuello y las mangas. La falda larga resbalaba por el suelo y parecía casi no tocarlo como si se desplazara en el aire.

Extendió una mano pálida y delgada y le rozó la mejilla.

-Un placer.

Yarea no se movió.

Pablo se sentó en uno de los tronos y puso los pies en la mesa.

-¿Qué necesitas? –Le preguntó la mujer sin dejar de mirar a Yarea.

-Es una visita de cortesía.

La mujer sonrió.

-Curioso en los Guardianes.

-Me decepcionas, Raquel, pensé que me tenías por un amigo.

Pablo parecía divertido. Yarea había empezado a temblar.

-En realidad –continuó Pablo –me gustaría que te enfadaras un poquito para que mi amiga comprendiera ciertas cosas.

-Curioso. –Repitió Raquel.

Pero algo en sus ojos cambió. Unas arrugas profundas se abrieron junto a ellos  y el iris se oscureció hasta volverse negro. Emitió algo parecido a un rugido y sonrió.

Unos enormes colmillos blancos quedaron al descubierto. La luz de una vela tembló en ellos y Yarea lanzó un alarido y se desplomó en los brazos de Pablo que se había levantado a sujetarla.

-Gracias. – Dijo el joven.

-Me da la impresión de que tus métodos no han sido los mejores.

Yarea escuchó la voz de su padre pero no abrió los ojos.

-No nos sobra tiempo. –Murmuró Pablo.

-Ya está hecho. Hablaré con ella cuando se despierte. –Parecía enfadado.

Escuchó los pasos de alguien que abandonaba la sala y supuso que estaba a solas con su padre.

Abrió despacio los ojos y descubrió el salón con la luz tímida del atardecer tiñendo los muebles de rojo. Junto a la ventana seguía el anciano que parecía dormido. Su padre lo arropó con cariño y se volvió.

Sus ojos tropezaron con los de Yarea.

-Lamento lo sucedido.

-¿Entonces es verdad?

-Sí que lo es.

-¿Y qué buscan de mí?

-Lo mismo que de mí.

Se incorporó. Estaba recostada en el sofá, una manta suave cubría sus piernas, la rozó con la mano y apartó la mirada de su padre.

Suspiró.

-Tienes que contármelo todo.

-Lo sé.

Se sentó a su lado y la subió la manta.

-Hay otras criaturas. No solo vampiros, también hombres lobos, brujos.

Yarea fue a protestar pero lo pensó mejor y asintió.

Su padre continuó.

-Conviven con nosotros, la mayor parte del tiempo de forma más o menos pacífica pero existen normas y esas normas deben hacerse cumplir.

-¿Y vosotros os encargáis de ello?

-Sí y ahora lo harás tú.

-¿Por qué?

-Está en tu sangre. Eres Guardiana y has nacido para ello.

-¿Por eso quieren matarme?

-Hay un grupo de vampiros que se han unido para desafiarnos, buscan algo, creen que les dará poder para vencernos y controlar el mundo. Te perseguían desde New york. –Acarició mi mejilla. –Es más fácil acabar contigo ahora que no estás entrenada.

La voz había ido perdiendo intensidad como si estuviera muy cansado y no pudiera respirar.

-¿Estás enfermo?

El hombre volvió la vista hacia el anciano.

-Él lo está.

Yarea entornó los ojos confundida.

-¿Qué quieres decir?

-Estamos unidos.

-¿Unidos?

-Los Guardianes unimos nuestra sangre y nos vinculamos de por vida con otro Guardian. Juntos somos más fuertes y luchamos como uno para toda la vida.

No había apartado la mirada de su compañero.

-Solo unos pocos Guardianes deciden hacerlo, la mayoría luchan solos, es un paso muy importante.

-Si uno de los dos muere… -Murmuró Yarea.

-El otro también. –Terminó  él.

Se reunieron en la cocina. Yarea la observó antes de entrar. Su padre esperó a su lado.

Era muy grande, le recordó a los comedores del instituto. Con mesas alargadas y jóvenes charlando y comiendo. El barullo animado que se formaba a la hora de las comidas. Algunas risas y voces chillonas.

-Hay mucha gente. –Dijo muy seria.

-Son como tú, te aceptarán enseguida.

Pero seguía dudando.

-Deberías sentarte con los jóvenes.

Había una mesa algo apartada del resto donde comía una pareja de más edad, parecidas a la de sus padres. Hablaban en voz más baja y se les veía más concentrados.

Ella pensó en dar un paso atrás y volver al salón. En realidad no tenía hambre. Pero Una voz divertida gritó por encima de las demás.

-Yarea, por fin has llegado.

Era Pablo que hacía gestos exagerados señalando un sitio libro a su lado.

A pesar de que estaba realmente enfadada con él avanzó los pasos que les separaban y se sentó.

Los demás jóvenes la sonrieron con cariño. Una chica pelirroja se inclinó hacia ella y le susurró.

-Te acostumbrarás.

No podía dormir. No se había atrevido a hablar con nadie de Belial. Pero la curiosidad y la preocupación se habían instalado en su estómago y mantenían sus ojos abiertos.

Estaba segura de que lo retenían en algún lugar de la casa.

Se levantó y se puso un jersey sobre el pijama y se calzó las zapatillas.

Salió de su habitación sin hacer ruido.

Estaba en un pasillo largo con puertas a ambos lados. Sabía que en cada una dormía lo que Pablo había denominado un Principiante. Algunos compartían habitación pero creyó entender que esa era una decisión que ambos tomaban libremente.

Se sonrió al pensar que tal vez ella tendría algún día una amiga con la que quisiera compartir dormitorio.

En los extremos del pasillo había tres habitaciones más grandes. Las de los profesores. La última era la de su padre.

Conocía los cuartos de abajo, el salón y la cocina. Las pequeñas con los cuartos de baño. Abrió otra que quedaba en el medio y descubrió un despacho muy grande lleno de libros.

Otro más grande que debía ser una librería y un gimnasio con el suelo verde de tatami. En el silencio de la noche le pareció frío y vacío y no se atrevió a entrar.

Al fondo había unas escaleras.

Bajó despacio con un cosquilleo en el vientre que le hacía temblar. Empezaba a pensar que esa excursión nocturna no era muy buena idea.

Entonces escuchó algo parecido a un gemido y avanzó más decidida.

Se encontraba frente a una puerta de metal cerrada por fuera con una enorme barra que la cruzaba de punta a punta. La abrió con esfuerzo y lo vio.

Estaba en el suelo, con las muñecas atadas a unas argollas de metal que le impedían levantarse, llevaba solo los vaqueros. Estaba oscuro, solo la luz de la luna que se colaba por una ventana del techo lo iluminaba.

Avanzó un paso más y sintió que sus pies rozaban algo húmedo, más espeso que el agua. Entonces vio que el pelo de Belial también parecía húmedo como sus vaqueros y en el pecho desnudo se dibujaban unas sombras.

Se acercó más.

Sangre.

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